Hoy hablamos de una maldición de las grandes, de las eternas. Un enorme diamante de 115 quilates, el mayor conocido hasta este momento, legendario por todas las desgracias que han alcanzado a sus respectivos poseedores y que se suponen provocadas por la forma en que apareció la joya. No tengais miedo, que desgraciadamente ninguno de vosotros (ni yo) optaremos a su compra...
Cuenta la leyenda que el diamante proviene de la profanación de un templo edificado en honor a la diosa Sītā. El primer poseedor conocido fue Jean-Baptiste Tavernier, que lo bautizó como "el Diamante Azul". Un día se lo mostró al rey Luis XIV de Francia, que quedó encantado y se lo compró por una suma secreta pero astronómica. Eso al menos es lo que decía el rey, porque poco después de venderla, Tavernier se declaró en quiebra y huyó a Rusia, donde fue encontrado congelado en la estepa, con el cadáver devorado por alimañas.
En el año 1691, el Rey Sol se lo regaló a su principal amante, Madame de Montespan, que poco después cayó en desgracia y terminó muriendo en el olvido. Entonces comenzaron los comentarios acerca de una maldición que el monarca se empeñaba en negar, pero que le impedia mostrar públicamente la dichosa joyita.
En el año 1715, el Rey le mostró el diamante al embajador del Sha de Persia para que viera que el objeto no podía hacerle ningún mal. Poco tiempo después murió nuestro amigo el rey de manera inesperada, así que la maldición tomó cuerpo definitivamente. Su sucesor, Luis XV, no quiso tocarla siquiera y ordenó conservarla en un cofre. Lo mismo pasó con el siguiente rey, Luis XVI... hasta que se casó con la célebre Maria Antonieta.
En el año 1774, la esposa del rey decidió pedirle el diamante a su esposo para llevarlo en una fiesta y luego se lo prestó a la princesa de Lamballe. Los tres murieron en la guillotina, víctimas de la Revolución Francesa, confirmando la mala fama del diamante.
Cuando agonizaba la Revolución, unos ladrones lo robaron de la colección de joyas reales. Sólo uno de ellos vivió hasta 1820, cuando decidió venderlo al holandés Wilhelm Fals, que cortó la joya en dos. No sabemos que pasó con el ladrón, pero sí que una de las mitades fue adquirida por Carlos Federico Guillermo, duque de Brunswick, que poco después cayó en bancarrota y se suicidó. Aquí se pierde el rastro de esta mitad de la joya.
La segunda la conservó el holandés hasta que su hijo se la robó y la vendió a un tal Baulieu. Fals murió a los pocos dias del robo y poco tiempo después de vender el diamante se suicidó el hijo ladrón.
Del tal Beaulieu solo se sabe que lo vendió a un comerciante, David Eliason, que a su vez también la vendió rápidamente al rey Jorge IV de Inglaterra, que la hizo incrustar en su corona pensando que la maldición era pura superstición. El caso es que murió poco después y la familia real quiso aprovechar el mal fario: decidió regalarlo al entonces gran enemigo ruso, el príncipe Iván Kanitowski.
El príncipe, informado de la gracia que tenía el regalo, se deshizo de él obsequiándoselo a una vedette que le ponía un poquito tierno. La joven murió asesinada dos días después por unos desconocidos.
Los siguientes propietarios de la joya, el griego Simón Montarides, Abdul Hamid II y la familia MacLean también sufrieron muertes trágicas, hasta que llegó a las manos de Henry Phillip Hope en 1824, que por lo visto acabó con la maldición. Tras pasar de mano en mano por toda la familia y los descendientes terminó en manos del famoso joyero Pierre Cartier, que luego lo vendió a un tal Winston, que a su vez lo donó al Museo Nacional de Historia Natural el 10 de noviembre de 1958. Este hombre, de forma sorprendente y curiosa, lo envió en un sobre de papel de estraza, por medio del servicio postal nacional.
Besos a tod@s
Cuenta la leyenda que el diamante proviene de la profanación de un templo edificado en honor a la diosa Sītā. El primer poseedor conocido fue Jean-Baptiste Tavernier, que lo bautizó como "el Diamante Azul". Un día se lo mostró al rey Luis XIV de Francia, que quedó encantado y se lo compró por una suma secreta pero astronómica. Eso al menos es lo que decía el rey, porque poco después de venderla, Tavernier se declaró en quiebra y huyó a Rusia, donde fue encontrado congelado en la estepa, con el cadáver devorado por alimañas.
En el año 1691, el Rey Sol se lo regaló a su principal amante, Madame de Montespan, que poco después cayó en desgracia y terminó muriendo en el olvido. Entonces comenzaron los comentarios acerca de una maldición que el monarca se empeñaba en negar, pero que le impedia mostrar públicamente la dichosa joyita.
En el año 1715, el Rey le mostró el diamante al embajador del Sha de Persia para que viera que el objeto no podía hacerle ningún mal. Poco tiempo después murió nuestro amigo el rey de manera inesperada, así que la maldición tomó cuerpo definitivamente. Su sucesor, Luis XV, no quiso tocarla siquiera y ordenó conservarla en un cofre. Lo mismo pasó con el siguiente rey, Luis XVI... hasta que se casó con la célebre Maria Antonieta.
En el año 1774, la esposa del rey decidió pedirle el diamante a su esposo para llevarlo en una fiesta y luego se lo prestó a la princesa de Lamballe. Los tres murieron en la guillotina, víctimas de la Revolución Francesa, confirmando la mala fama del diamante.
Cuando agonizaba la Revolución, unos ladrones lo robaron de la colección de joyas reales. Sólo uno de ellos vivió hasta 1820, cuando decidió venderlo al holandés Wilhelm Fals, que cortó la joya en dos. No sabemos que pasó con el ladrón, pero sí que una de las mitades fue adquirida por Carlos Federico Guillermo, duque de Brunswick, que poco después cayó en bancarrota y se suicidó. Aquí se pierde el rastro de esta mitad de la joya.
La segunda la conservó el holandés hasta que su hijo se la robó y la vendió a un tal Baulieu. Fals murió a los pocos dias del robo y poco tiempo después de vender el diamante se suicidó el hijo ladrón.
Del tal Beaulieu solo se sabe que lo vendió a un comerciante, David Eliason, que a su vez también la vendió rápidamente al rey Jorge IV de Inglaterra, que la hizo incrustar en su corona pensando que la maldición era pura superstición. El caso es que murió poco después y la familia real quiso aprovechar el mal fario: decidió regalarlo al entonces gran enemigo ruso, el príncipe Iván Kanitowski.
El príncipe, informado de la gracia que tenía el regalo, se deshizo de él obsequiándoselo a una vedette que le ponía un poquito tierno. La joven murió asesinada dos días después por unos desconocidos.
Los siguientes propietarios de la joya, el griego Simón Montarides, Abdul Hamid II y la familia MacLean también sufrieron muertes trágicas, hasta que llegó a las manos de Henry Phillip Hope en 1824, que por lo visto acabó con la maldición. Tras pasar de mano en mano por toda la familia y los descendientes terminó en manos del famoso joyero Pierre Cartier, que luego lo vendió a un tal Winston, que a su vez lo donó al Museo Nacional de Historia Natural el 10 de noviembre de 1958. Este hombre, de forma sorprendente y curiosa, lo envió en un sobre de papel de estraza, por medio del servicio postal nacional.
Besos a tod@s
2 comentarios:
me encantan miguel, las historias que publicas, tanto la diversidad de temática como el contenido...
como las sugerencias no sé dónde exponerla, pues lo hago aquí, mira me encantan las historias de los egipcios, lo que tiene que ver con las pirámides, su construcción, su arquitectura interior... escribe un dia algo de esto vale?? thank
Hola, anonimo:
Gracias por los piropos. Yo también soy un apasionado del antiguo Egipto, su cultura y lo que rodea a las pirámides. En cuanto pueda publicaré un post. Si me dices al menos tu nick te lo dedico expresamente, si no, date por aludido cuando lo veas.
Besos
Publicar un comentario