Hola, amigos:
Una de las cosas en las que no pensamos cuando se habla de la pena de muerte es en la persona que la tiene que aplicar físicamente. Hoy conoceremos la curiosa historia de una condenada a muerte y un verdugo. Dedicado a Maria del Mar, no porque merezca morir o tenga pinta de decapitadora, ni mucho menos, sino porque a este paso no le voy a dedicar nunca un post y se lo merece como la que más. Besos, guapa.
Alrededor de 1945, una chica de 12 años llamada Pilar Prades abandonó su pueblo de Begis, Castellón, para trasladarse a Valencia a trabajar de sirvienta. Analfabeta, poco agraciada, introvertida y brusca, duraba poco en las casas en las que entraba a servir. Sus ojos eran lo que peor efecto causaba en sus patronos, una mirada seca, dura, que traspasaba. Llegó a cambiar de trabajo hasta en tres ocasiones el mismo año.
En 1954, con 26 años, entró a servir en casa de un matrimonio, Enrique y Adela, que tenían una tocinería. Un día, Adela cayó enferma y a partir de aquel día Pilar tuvo que ocuparse de ayudar a Enrique en el mostrador sin abandonar por ello las tareas de la casa y el cuidado de su señora. Vómitos, pérdida de peso, debilidad muscular… El estado de la enferma era cada día más preocupante y el médico de cabecera no lograba adivinar la causa de las dolencias. Al final, Adela falleció.
El desconsolado esposo preparó el funeral, pero la tocinería no cerró aquel día. Pilar convenció a su patrón de que había que cuidar a la clientela y ella misma se encargaría de despachar. Cuando el viudo regresó del entierro y entró en la tienda, una imagen le impactó vivamente: la de la criada detrás del mostrador luciendo una amplia sonrisa en su rostro y vistiendo uno de los delantales almidonados de la difunta. La criada había tomado el puesto de la señora.
Enrique, sin darle ninguna explicación, puso a Pilar de patitas en la calle.
No tardó mucho en encontrar otra casa. Se la consiguió su amiga Aurelia, que trabajaba como cocinera en el domicilio de un médico militar, y entró en la misma casa para servir como doncella. Un día surgió un problema entre las dos amigas a causa de un chico que le gustó a Pilar pero que sacó a bailar a Aurelia y luego se fue con ella. Aparentemente no ocurrió nada porque la doncella no dijo una palabra y la siguió tratando igual que siempre. Es más, le hizo compañía y le dedicó cuidados cuando una semana después cayó enferma.
Como en el caso de su antigua patrona, Pilar también le preparaba constantemente caldos y tisanas, hasta que su estado llegó a ser tan grave que decidieron internar a Aurelia en un hospital.
Un par de semanas más tarde fue la dueña de la casa, la esposa del médico militar, la que se puso enferma. Al principio parecía una gripe vulgar, pero se fueron manifestando síntomas muy parecidos a los que había presentado la cocinera, que seguía en el hospital con las extremidades prácticamente paralizadas. El médico se alarmó, consultó de nuevo con otros especialistas y entre todos tomaron la decisión de realizar la prueba del propatiol, un inyectable que permite descubrir la presencia de un tóxico sin necesidad de realizar un análisis.
El resultado fue definitivo: la causa de las dolencias de la mujer era el envenenamiento por arsénico.
Sospecharon de Pilar y decidieron indagar en la personalidad de la criada. En la entrevista con su antiguo jefe, el chacinero informó de lo sucedido con su esposa y de cómo había despedido a Pilar tras el entierro porque no le gustó ver cómo la criada se consideraba sucesora de la difunta señora. El médico militar presentó denuncia en la comisaría de Ruzafa, en Valencia, y exhumaron el cadáver de la chacinera, que apareció en pleno proceso de momificación, algo que solamente ocurre cuando en los restos hay presencia de una sustancia química.
Los análisis confirmaron que había arsénico y la policía, al registrar la habitación de Pilar, encontró una botellita de Diluvión, un veneno matahormigas compuesto de arsénico y melaza, sustancia que le confería un sabor dulzón.
Treinta y seis horas de interrogatorios, alimentada solamente con aspirinas, no bastaron para que Pilar se reconociera autora de los envenenamientos. Tan sólo aceptó que en una ocasión le había servido una infusión a la esposa del médico con un poco de aquel líquido dulce, sin saber lo que era, porque se le había acabado el azúcar. Pero de Aurelia y la chacinera no dijo una sola palabra. El abogado que se encargó de su defensa le advirtió a Pilar desde el primer momento que la amenaza de pena de muerte planeaba sobre el caso y le aconsejó que se declarara culpable para obtener una condena que oscilara entre los 12 y los 16 años, pero ella se negó y defendió su inocencia hasta el final.
Pilar Prades fue condenada a muerte por el asesinato de Adela y a dos penas de 20 años por los otros dos homicidios frustrados. El Tribunal Supremo confirmó la sentencia, se agotaron todos los recursos y las peticiones de clemencia resultaron inútiles. Sólo cabía esperar el indulto, pero el Consejo de Ministros se dio por enterado de la sentencia, lo que significaba que se procedería inmediatamente a su ejecución por medio del garrote vil.
La fecha señalada fue el 19 de mayo de 1959, y la víspera se iniciaron en la prisión de Valencia los preparativos del siniestro ritual.
Antonio López Guerra, el verdugo, se presentó a las diez de la noche, tal y como le habían citado. Tenía ocho horas por delante porque “el trabajo”, como a él le gustaba decir, estaba previsto para las seis de la madrugada, antes de que amaneciera. Ocho horas para hacerse con el lugar y preparar el garrote, adaptando a la silla en la que se iba a sentar Pilar el palo, el torniquete, la argolla y los demás elementos que componían el nefasto instrumento.
Este López Guerra es el mismo que dos meses después ejecutó a Jarabo en Madrid, cuya curiosa historia podeis ver pinchando aquí, y sería también el ejecutor de Salvador Puig Antich en marzo de 1974, el último ejecutado en el garrote vil, pero a nuestro amigo nadie le había prevenido de que esa noche la condenada era una mujer, y ahí empezaron los problemas: en el momento que fue informado se negó a ejecutar a Pilar.
Tal como dijo años después al escritor Daniel Sueiro:
“Una de las primeras condiciones que se debían poner al entrar en este destino es la de no tener que ejecutar nunca a una mujer. Ejecutar a una mujer es peor que ejecutar a treinta hombres. Tener que hacerlo con una mujer es lo más duro, y más con una muchacha joven de carnes tan blancas como aquélla”.
La imagen en el cuerpo de guardia era dantesca. Al verdugo le habían dado una botella entera de coñac para darle valor, todos los presentes estaban pendientes del teléfono por si llegaba el indulto en el último instante, lo que todos deseaban para poder ahorrarse el macabro espectáculo, y Pilar gritaba como una posesa: “¡Soy muy joven! ¡No quiero que me maten!”.
Así continua la narración del verdugo López Guerra a Daniel Sueiro:
“Todas las personas que estábamos allí, el presidente, los del tribunal, empleados de la prisión de mujeres y todos, hasta el cura, todos decaídos y desanimados porque una mujer es muy diferente a un hombre. Una hora lo menos esperando allí, desde las seis de la mañana hasta cerca de las siete, ya era completamente de día, se hizo de día y todos con las caras desencajadas y a uno de los oficiales le dio un mareo y tuvieron que llevárselo.
Iban a dar las siete, ya de día, hacía sol y entonces ya sin poder aguantar voy y le digo que a ver qué hacemos, qué coño pasa, cuándo se hace esto porque si no yo me voy. La muchacha debió de oírme, que seguía allí esperando, y entonces va y se dirige a mí y entonces fue cuando ella me preguntó si yo tenía mujer, si tenía una hija, sí, y por qué tenía tanta prisa, por qué tenía yo tantas ganas de matarla”.
Pero López Guerra no tenía en absoluto ganas de matarla y al oír las palabras de Pilar acerca de si tenía una hija volvió a negarse a ejecutarla.
Cuando daban las siete en el reloj de la prisión y el sol brillaba en el patio, la fuerza pública tuvo que llevar a rastras hasta el patíbulo tanto a la condenada como a su verdugo. Con visibles temblores, López Guerra fue capaz de dar una vuelta y media de manivela, suficiente para romperle el cuello a aquella desgraciada que acababa de cumplir 31 años.
El fiscal del caso, José Vicente Chamorro, tuvo que presenciar por obligación la ejecución y contó que lo vivido había sido suficiente para hacerle luchar toda su vida contra la pena de muerte. Uno de los letrados, también testigo presencial, le contó todos los detalles a un paisano y amigo suyo, un tal Luis García Berlanga, director de cine que a su vez se los contó a Rafael Azcona, su guionista favorito, y así nació una de las más grandes películas del cine español: "El verdugo".
Besos a tod@s