jueves, 20 de noviembre de 2008

EL HOMBRE INMORTAL

Hola, amigos:

Hoy toca una historia diferente. Es un cuento que conozco desde hace muchísimo tiempo, tanto que ignoro completamente el autor, el título y ni siquiera recuerdo donde lo leí. Así que si alguien lo reconoce le ruego que me lo diga para hacerle honores al autor y para que no haya tonterías de copyright.

De todas formas lo voy a contar a mi manera, situándolo en una fecha distinta y con protagonistas diferentes. Los nombres y hechos referentes al Día de San Valentín son rigurosamente ciertos. Vamos a ello.

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Me llamo Jack Mc Gurn. En otro tiempo me apodaban "Machine gun". Tú, que lees estas páginas y no me conoces de nada, eres quizá mi único vínculo con alguien en esta vida, así de triste y amarga ha sido. Mi muerte está próxima y mis pecados no me permitirán más que un breve saludo al Todopoderoso mientras me señala el camino al bien merecido Infierno, así que no me gustaría dejar este mundo sin contarte una historia. No servirá como atenuante en mi Juicio Final, pero al menos me reconforta.

Todo empezó en Chicago en plena Ley Seca. Al Capone intentaba desembarazarse de su gran rival, "Bugs" Moran, y para ello organizó un grupo con el único objetivo de planear su muerte. Como ejecutor de la misión eligió al mejor asesino con el que contaba, yo mismo.

Disfrazados de policías, dimos el alto a la banda de Moran, los desarmamos y cuando los tuvimos cara a la pared los ametrallamos sin piedad, encargándome yo de rematar con mi revólver a los supervivientes de la primera ráfaga. Era el 14 de Febrero de 1929. Los periódicos llamaron al suceso "La masacre del Día de San Valentín". Paradójicamente, Bugs Moran fué el único que consiguió escapar aunque gravemente herido.

Sangrando profusamente, en el fragor de las primeras ráfagas, se arrastró hacia el callejón con tan buena suerte que una alcantarilla cedió bajo su peso, haciéndolo caer al colector. Al acabarse las balas estábamos cegados por el humo, sordos por el ruido de las metralletas y demasiado excitados para darnos cuenta de que no había ocho cadáveres, sino siete. Sólo tras el recuento para rematarlos nos dimos cuenta de que faltaba uno, y todavía tardamos algo más en saber que era Bugs porque muchos de los muertos eran difíciles de reconocer. Ese tiempo le bastó para escapar de nosotros.

Aún le quedaban amigos, que le intentaron curar y le cosieron las heridas como pudieron, pero no quisieron darle cobijo porque la sombra de Al Capone era muy alargada y temían por su vida. Bugs no tuvo más remedio que conducir durante toda la noche y escapar de la ciudad.

Herido, desangrado y agotado tras muchas horas conduciendo, se desmayó al volante. El coche derrapó y cayó por un desnivel de varios metros quedando oculto en la maleza y el polvo. Sólo tuvo una pequeña ráfaga de consciencia antes de volver a caer en un sueño profundo que él creía que era la muerte.

Pero Bugs era todavía un hombre afortunado.

En su huida había escapado hacia el noroeste del estado, hacia una zona conocida como Driftless Area, cerca de Iowa. Estaba muy poco poblada, solo malvivían unas pocas tribus indias auxiliadas espiritualmente por un anciano chamán del que no se tenían noticias desde hacía varios años y por lo tanto se ignoraba si estaba vivo o muerto.

Pero vivía, aunque retirado del mundo. Y fué el único testigo del accidente.

Desconozco la razón por la que quiso ayudar a Bugs. Quizá los años de soledad le hicieron buscar compañía. El caso es que sacó al herido del coche, lo transportó en unas angarillas hasta su cueva y comenzó a curarlo, aplicándole un elixir en las heridas, cantando oraciones y exhalando en su rostro bocanadas de humo sagrado de su pipa.

Día a día, Bugs fué mejorando. Estaba agradecido, feliz de seguir vivo. Sabía muy bien de lo que no quería hablar con el viejo, y jamás pronunció una sola palabra acerca de su pasado. Las conversaciones acerca de su vida acababan al llegar a la adolescencia y se retomaban a partir del despertar tras el accidente. Y el chamán respetaba el silencio de Bugs.

Poco a poco, la monotonía de la vida en la cueva se fué rompiendo. Al principio con paseos cortos, luego con excursiones más largas, acompañando al anciano en su deambular por la reserva en busca de hierbas, alimento, raíces y, a veces, espíritus indios. Comenzaron a hablar de creencias, de fe... de nuevos comienzos. Pasaron los meses, haciendo que la ciudad, el hampa y su vida anterior pareciesen vestigios de otro tiempo y otra persona. Y un día, Bugs descubrió que nunca había sido más feliz que cuando el viejo le dió una palmada en el hombro y le invitó a quedarse y ser su aprendiz.

Unos años más tarde, no quedaba ni rastro del antiguo Bugs Moran. Su piel morena, el pelo largo y sus vestiduras eran las de un indio. Estaba a punto de ser consagrado por su maestro y acceder al último conocimiento: la elaboración del elixir curativo, aquel líquido que sanó sus heridas y disipó las cicatrices, que tomado en pequeñas cantidades garantizaba salud y tomado en un gran sorbo proporcionaba la vida eterna. Un conocimiento ancestral que sólo se podía transmitir a los más dignos, a aquellos que estaban preparados espiritualmente para aceptar la muerte como parte de la vida y evitar la tentación de convertirse en Inmortal.

Tras conocer el secreto de la elaboración de labios del viejo ya era oficialmente y ante los dioses un chamán, un hombre honorable.

Y su corazón rebosaba felicidad.

Pero el gangster que había sido en otra vida demostró no haber muerto a pesar del paso del tiempo. Varias noches de pesadillas y un día analizando tentaciones le llevaron a elaborar el elixir y tomar un buen trago.

Debía ser honesto consigo mismo. Sabía lo que debía sentir, pero no podía engañarse e ignorar lo que realmente deseaba: ser inmortal.

Y quería ser el único poseedor del secreto, así que al llegar la noche se acercó con sigilo a la esterilla del anciano y descargó con fuerza su bastón sobre el cuerpo. Una, dos, diez, incontables veces. Hasta que el cuerpo del viejo acabó convertido en un amasijo de sangre y huesos rotos. Hasta estar seguro de que el corazón de su maestro, su amigo, su salvador... había dejado de latir.

Tras hacer acopio de víveres, agua y ropa encaminó sus pasos hacia Chicago. Tenía una cuenta que saldar y una cita con la historia.

Que veremos como hace en la segunda y última parte, en el próximo post.

Besos a tod@s menos a una


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