sábado, 1 de noviembre de 2008

MIS MOMENTOS DE VICISITUD

Hola, amigos:

Ha llegado la hora. Voy a enfrentarme a mi naturaleza y empezar a relatar algunos de los momentos que me han hecho singular entre los miembros de la Raza Humana. Son experiencias contadas sin orden ni concierto, tal como salen de los recovecos de mi memoria, conocidas por muchos de vosotros pero desconocidas por otros. Pido paciencia a los que ya las conocen. Clemencia a los demás, por favor. Sí, soy un puerco, pero os lo había advertido... y ahí vamos.

Mi primera eyaculación.

Momento sórdido donde los haya.

Todos hemos tenido una primera vez. La mía fué con un póster de Pamela Ewing, de la serie Dallas. Amor platónico, hembra poderosa, agitadora de mis hormonas en plena expansión y atrevimiento.

Una peli de Pajares y Esteso me dió la pista de cómo utilizar ese aparato mío cuyas instrucciones no encontré jamás ni en la cartilla de familia numerosa ni en los papeles del colegio.

Al ritmo uno-dos in crescendo, al compás de una respiración cada vez más agitada y mirando fijamente el escote de Pamela Ewing, me abandoné al placer solitario de hacer el amor con la persona que más me quería. ¡Cómo gozaba yo! Con esa inconsciencia de la primera vez, atento a la sensación creciente que anunciaba mi primer orgasmo provocado, abriendo la mente ante la llegada de la culminación, tensando mi cuerpo, estremeciéndome de placer... y recibiendo el primer lecharazo de mi vida en todo el ojo.

Soltando mi aparato al pegar un respingo, la pupila dilatada escociéndome, los sucesivos lecharazos regaron mi cuerpo y la habitación de fértil esperma. Los gritos de dolor por mi ojo profanado alertaron a mi abuela, que gracias al todopoderoso se abstuvo de entrar en mi cuarto, limitando su curiosidad a preguntar desde la cocina " a ver, ¿con qué te has dao ahora?".

No se abstuvo, sin embargo, de preguntar al día siguiente por esas manchas amarillas que salpicaban la cama y de cagarse en los muertos de las hormigas que invadieron mi dormitorio a la espera de nuevo alimento procedente de mi bolsa escrotal repleta de amor.

No tengo noción de la cantidad de colirio que tuve que usar, pero sí recuerdo que durante un tiempo prolongado aquella serpiente de un solo ojo que me miraba fijamente y escupía se convirtió en un enemigo más de los muchos que asolaban el comienzo de mi adolescencia, aunque luego nos reconciliamos hasta el punto en que no puedo vivir sin ella.

Los preservativos.

Mucho tiempo después, la sociedad conspiró en la trama que tuvo lugar con un amigo cuyo nombre no voy a desvelar. Llamémosle Tristán.

Por una vez en su vida, mi amigo Tristán ligó con una chica que fué sensible a sus requerimientos de culminar físicamente la acción de amar a una persona y se dispuso a ello con diligencia y determinación, pero sin preservativo.

La chica, llamémosle Isolda, con buen criterio, desestimó el proceso de entrada en su cueva del amor hasta no cumplimentar debidamente el apartado de protección, y además se negó a cualquier otro sustitutivo, bien oral, bien manual, emplazando el momento del gozo hasta la siguiente vez, lo que por desdicha no podría ser hasta el fin de semana siguiente.

Después de aliviarse debidamente él mismo, imagino que con menos vicisitud que yo puesto que sus dos ojos parecían tener su color normal, me contó su plan para el fin de semana con Isolda: Una cabaña en Cazorla, en el nacimiento del río Guadalquivir, a más de 8 km de cualquier vestigio de civilización, sin mucho más que hacer que retozar alegremente y practicar por si llega el momento de repoblar el mundo.

Como soy amigo de mis amigos, me ofrezco para proveerle gratis de preservativos, aprovechando que una amiga mía tiene un bar con máquina dispensadora en el baño. Es más, le sugiero que el hecho de ir hasta Cazorla en autobús y andando hasta la cabaña reforzará la sensación de aislamiento y complicidad.

Y allá que pido permiso a mi amiga para meter la mano en la caja de los preservativos y coger un buen puñado.

Y allá que llevo en mi coche a Tristán e Isolda hasta la estación de autobuses .

Y allá que los dejo en manos de Eros con un guiño de complicidad, insuflándoles fuerza y ánimo. Era un sábado por la mañana.

El domingo por la tarde me llama Tristán al móvil, me cataloga como hijoputa y me informa de que mas vale que no me tope con él durante algún tiempo.

En aquella época estaba de moda, por motivos higiénicos, servir las copas de ron acompañadas de una rodajita de limón empaquetada en plástico que el usuario abría y echaba en la copa si le apetecía. Mi amigo disponía de 36 rodajitas de limón y ni un solo preservativo porque metí la mano en la caja equivocada.

Tristán recorrió a pie los 8 km hasta la gasolinera... que estaba cerrada. Y volvió a la cabaña.

Volvió a recorrer los 8 km a la mañana siguiente. Y estaba abierta. Pero no vendían preservativos.

No culminó su deseo.

Mi madre es una santa, pero yo soy un hijoputa.

Próximamente, mas.

Besos a tod@s menos a uno.

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