Hola, amigos:
He tenido unos dias muy intensos y no he podido actualizar el blog, pero vamos con la esperada tercera parte de mi vicisitud médica.
Tras el dolor físico de los pinchazos llega la tortura mental, porque no sientes nada, no ves nada, pero lo oyes absolutamente todo. Cualquier sonido parecido a una tijera cortando te pone los pelos de punta, y en esas circunstancias todos los sonidos lo parecen. Ahí te das cuenta de que el hombre y su pene son como dos hermanos gemelos, que cuando uno está ausente el otro lo echa de menos, y cuando uno de ellos sufre el otro también lo hace.
Tieso como un ciruelo, mirando al techo y suplicando el fin de la tortura, los minutos pasan con lentitud, como la espera frente a un baño ocupado cuando te estás haciendo caquita.
Ya está - oigo - Aaaaarriba.
La cortinilla desaparece como por ensalmo y me apresuro a mirar por debajo de mi ombligo para constatar que mi amigo está oculto en un vendaje blanco, y parece medir al menos cuatro veces mas de lo que medía.
Los puntos se caen solos, chaval, ya hemos tocado todo lo que teníamos que tocar... y ha quedado bien, no te preocupes.
Y yo no me preocupo, porque aunque la anestesia impide sentirlo, sé que mi pene está de vuelta conmigo, a salvo, y juro por lo más sagrado que nada ni nadie volverá a hacerle daño. Miro a la enfermera anestesista, que sigue sonriendo, y le digo con la mirada que me he quedado con su cara, que me vengaré.
Ella sostiene el cruce visual con solvencia y sonríe un poco más si cabe, lo que me aterroriza hasta los huesos, porque parece dar a entender que aún no ha terminado conmigo. Instintivamente protejo a mi amigo tapándolo con las manos y me voy hacia la salita blanca y fría donde comenzó todo.
Entonces oigo la voz cantarina pronunciar una frase horripilante.
Aún no he terminado contigo, chaval.
Lo que hace que me tiemblen las piernas y que una caquita pugne por alumbrar el mundo. Imagino que también estoy a punto de hacerme pipí, pero no siento mi pene por la anestesia.
¿Pe...pe...perdón ?
Que voy a abrocharte la bata, hombre, que se te ve el culo...
Y se descojona mientras me acerco a ella dándole la espalda para que me abroche la puñetera bata, rumiando una venganza infernal y dando la bienvenida a un odio que presumo será eterno.
Por fin salgo del quirófano, andando muy despacito, sintiendo la mirada de la enfermera sádica clavada en mi nuca, cometiendo el error de echar un último vistazo atrás porque solamente sirve para comprobar que sigue sonriendo.
El tiempo entre la salida del hospital y mi llegada a casa transcurre en una nebulosa, y solo tengo un vago recuerdo de un almuerzo frugal antes de echarme una siesta en el sofá, para recuperarme del mal rato y las malas noches pasadas.
Lo que recuerdo perfectamente es el despertar.
Abro los ojos, aún estoy somnoliento.
Oigo una música.
Es la televisión, encendida por mi madre.
Se trata de una pausa publicitaria. Un anuncio.
De una tia rubia en pelotas corriendo por una playa, desodorante Fa, limones salvajes del caribe.
Horrorizado, compruebo que mi pene se pone contento, ajeno por completo a los puntos de sutura que adornan su prepucio.
Intento evitar la catástrofe mirando hacia la estampa del corazón de Jesús, pero llego tarde.
Mi pene intenta erguirse en todo su esplendor, pero los dieciseis puntos se tensan y tiran de las entrañas de mi maltratado amigo. Así, mientras pugna por rendir pleitesía a los limones caribeños y su ninfa promocional, un dolor insoportable invade mis genitales y en décimas de segundo se apodera de todo mi cuerpo.
Entre lágrimas, veo el rostro de la rubia de Fa al final del anuncio; la veo cambiar sus rasgos, la veo transformarse en la enfermera anestesista y sonreir.
Era verdad. No había terminado conmigo.
Besos a tod@s menos a una.
He tenido unos dias muy intensos y no he podido actualizar el blog, pero vamos con la esperada tercera parte de mi vicisitud médica.
Tras el dolor físico de los pinchazos llega la tortura mental, porque no sientes nada, no ves nada, pero lo oyes absolutamente todo. Cualquier sonido parecido a una tijera cortando te pone los pelos de punta, y en esas circunstancias todos los sonidos lo parecen. Ahí te das cuenta de que el hombre y su pene son como dos hermanos gemelos, que cuando uno está ausente el otro lo echa de menos, y cuando uno de ellos sufre el otro también lo hace.
Tieso como un ciruelo, mirando al techo y suplicando el fin de la tortura, los minutos pasan con lentitud, como la espera frente a un baño ocupado cuando te estás haciendo caquita.
Ya está - oigo - Aaaaarriba.
La cortinilla desaparece como por ensalmo y me apresuro a mirar por debajo de mi ombligo para constatar que mi amigo está oculto en un vendaje blanco, y parece medir al menos cuatro veces mas de lo que medía.
Los puntos se caen solos, chaval, ya hemos tocado todo lo que teníamos que tocar... y ha quedado bien, no te preocupes.
Y yo no me preocupo, porque aunque la anestesia impide sentirlo, sé que mi pene está de vuelta conmigo, a salvo, y juro por lo más sagrado que nada ni nadie volverá a hacerle daño. Miro a la enfermera anestesista, que sigue sonriendo, y le digo con la mirada que me he quedado con su cara, que me vengaré.
Ella sostiene el cruce visual con solvencia y sonríe un poco más si cabe, lo que me aterroriza hasta los huesos, porque parece dar a entender que aún no ha terminado conmigo. Instintivamente protejo a mi amigo tapándolo con las manos y me voy hacia la salita blanca y fría donde comenzó todo.
Entonces oigo la voz cantarina pronunciar una frase horripilante.
Aún no he terminado contigo, chaval.
Lo que hace que me tiemblen las piernas y que una caquita pugne por alumbrar el mundo. Imagino que también estoy a punto de hacerme pipí, pero no siento mi pene por la anestesia.
¿Pe...pe...perdón ?
Que voy a abrocharte la bata, hombre, que se te ve el culo...
Y se descojona mientras me acerco a ella dándole la espalda para que me abroche la puñetera bata, rumiando una venganza infernal y dando la bienvenida a un odio que presumo será eterno.
Por fin salgo del quirófano, andando muy despacito, sintiendo la mirada de la enfermera sádica clavada en mi nuca, cometiendo el error de echar un último vistazo atrás porque solamente sirve para comprobar que sigue sonriendo.
El tiempo entre la salida del hospital y mi llegada a casa transcurre en una nebulosa, y solo tengo un vago recuerdo de un almuerzo frugal antes de echarme una siesta en el sofá, para recuperarme del mal rato y las malas noches pasadas.
Lo que recuerdo perfectamente es el despertar.
Abro los ojos, aún estoy somnoliento.
Oigo una música.
Es la televisión, encendida por mi madre.
Se trata de una pausa publicitaria. Un anuncio.
De una tia rubia en pelotas corriendo por una playa, desodorante Fa, limones salvajes del caribe.
Horrorizado, compruebo que mi pene se pone contento, ajeno por completo a los puntos de sutura que adornan su prepucio.
Intento evitar la catástrofe mirando hacia la estampa del corazón de Jesús, pero llego tarde.
Mi pene intenta erguirse en todo su esplendor, pero los dieciseis puntos se tensan y tiran de las entrañas de mi maltratado amigo. Así, mientras pugna por rendir pleitesía a los limones caribeños y su ninfa promocional, un dolor insoportable invade mis genitales y en décimas de segundo se apodera de todo mi cuerpo.
Entre lágrimas, veo el rostro de la rubia de Fa al final del anuncio; la veo cambiar sus rasgos, la veo transformarse en la enfermera anestesista y sonreir.
Era verdad. No había terminado conmigo.
Besos a tod@s menos a una.
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